
Vista del Cairo desde el puente de Zamalek, un día de niebla.
Los tres hombres del primer plano probablemente estaban haciendo lo mismo que hacía yo desde más atrás, mirar el Nilo y la ciudad parcialmente oculta por la niebla.


No era la primera vez que fotografiaba la esquina adonde tomé la imagen que publiqué ayer. 
Quizás haya sido a causa del calor -no está como para calentarse aún más la cabeza pensando- pero el caso es que ayer domingo, los ajedrecistas del quiosco de 18 de Julio que he fotografiado tantas veces en mi camino de ida o de vuelta del trabajo, decidieron cambiar un poco y utilizando la mesita-tablero como simple mesa de juego (¡oh sacrilegio!), se enfrascaron en una intensa partida de truco en medio de la vereda. Ya no se puede confiar ni siquiera en los fanáticos...
Una de mis primeras y más constantes fuentes de inspiración en fotografía fue y es la obra del gran fotógrafo húngaro André Kertész (1894-1985). En 1954 Kertész, que por entonces vivía, un poco a desgano, en Nueva York, publicó un hermoso librito de imágenes, una joya que engalana mi biblioteca, titulado "Washington Square". En éste el fotógrafo, que en ese momento tenía más o menos la misma edad que yo tengo ahora, incluía una serie de tomas realizadas desde su propio apartamento, ubicado en un piso elevado en las cercanías de dicha plaza.
Durante todo el año, pero naturalmente más durante los meses de verano, la regulación de la temperatura en el desk es un problema constante. El gran número de computadoras, impresoras y otros aparatos generadores de calor, la carencia de un sistema acondicionador eficaz (!) y, last but not least, las diferencias de percepción acerca de lo que es una temperatura confortable, crean no pocas discusiones entre el grupo de los perpetuos acalorados y el de los permanentemente congelados.
Ayer me llegaron dos libros estupendos del fotógrafo japonés Hiroiji Kubota, miembro de la agencia Magnum (ver fotos suyas aquí). Uno de ellos es su monumental libro sobre China, maravillosamente impreso en brillantes colores. Lo había tenido en mis manos en Francia en 1991 y no lo había podido comprar porque era muy caro. Esta vez lo conseguí en Amazon, usado pero en perfectas condiciones, a un precio ridículamente bajo.
A veces tengo la impresión de que Montevideo es una ciudad bastante más colorida de lo que era algunos decenios más atrás, o al menos, tal como yo lo recuerdo.
Ayer vi la película "Marseille", de la directora alemana Angela Schalenec. En un momento la protagonista desciende las amplias escaleras de la Gare Saint Charles y la cámara deja ver hacia la derecha un viejo hotel de dos estrellas. De inmediato recordé que fue allí donde me quedé la primera vez que fui a esa ciudad, en el invierno de 1981. Era, y seguro que lo sigue siendo aún, un hospedaje económico, de apenas dos estrellas, y lo que mi mente curiosamente registró con mayor detalle de mi breve estancia en él, fue que para el desayuno a uno le daban café con leche y "tartines", pan con manteca y mermelada.
En una época lejana yo, como muchos, creía que la mayoría de los males sociales se debían a causas más bien sencillas, generalmente relacionadas con la política. Todo era invariablemente provocado por alguien, fuese de derecha o de izquierda.
Tomé esta foto ayer, como una suerte de continuación de la que colgué esa misma tarde (y también de toda una secuencia realizada a lo largo de los años). Viene a ser como un poco de lo mismo, pero enfocando el otro extremo de la vida.
Quédate sentado, muchacho, no te molestes en pararte, no tienes adónde ir, no hay nada para ti en ninguna parte. Ese mundo ideal cuyas bondades pregonan, un mundo hecho de alegres amistades y dulces amores, de belleza y mares cálidos bajo un sol de eterno verano, que bien puede no existir, pero en el cual muchos quieren creer porque les entibia el alma, no es para ti ni nunca lo será, ya es muy tarde y no hay que ser clarividente para saberlo.

Cambio climático mediante, anoche se desató una tormenta de viento y lluvia que auyentó un poco al calor impertinente de estos últimos días. Si seguimos así, no se va a poder confiar ni siquiera en el calendario gregoriano.
Hace un calor terrible, que en el centro de la ciudad se siente aún más. Casi todo el mundo se ha puesto la ropa más fresca que encontró en el armario o se dirige presuroso a comprarse algo adecuado. Un comerciante, de shorts, hojea el diario, escogiendo cuidadosamente los artículos que lee para evitar calentarse aún más, a su lado un anarquista, de los que nunca faltan, pasa con una campera, mientras que a sus espaldas un entusiasta de la marcha ya se encamina con paso enérgico hacia las lejanas montañas con la ilusión de refrescarse en las nieves eternas de alguna cima de nombre famoso.
Sentado confortablemente en la mesa del bar, junto a la ventana, allí donde la luz es mejor, el hombre estaba tan atrapado por la lectura del suplemento de su periódico, que parecía que en cualquier momento iba a terminar metido dentro de la página.
Cuando comencé a fotografiar, hace ya muchos años, disparaba mi cámara hacia casi todo lo que me rodeaba. Quería ver cómo quedaban las cosas después de fotografiadas, como dijo el gran fotógrafo Gary Winogrand, que se dió cuenta muy pronto del impulso que lo motivaba a apretar el obturador.
Ayer cuando volvía del trabajo me topé con el caos que había causado, en pleno centro de la ciudad, una protesta de obreros del transporte: varias decenas de autobuses bloqueaban la circulación en nuestra principal avenida frente a la Intendencia.
Ayer por la tarde el centro de la ciudad parecía estar ocupado únicamente por turistas y paseantes. En medio de la Plaza Libertad, un hombre solitario leía versículos de la Biblia para los indiferentes transeúntes. Lo hacía poco menos que a los gritos, de forma entrecortada y colocando el énfasis de las frases en el lugar equivocado. Era evidente que no se trataba de un verdadero predicador, pero poco importaba, nadie le prestaba atención, ni yo mismo, a su lado, entendía bien de qué estaba hablando, más preocupado con las alteraciones de la luz al ir cambiando de posición para encuadrarlo. El hombre, voluntarioso y triste, parecía orar en el desierto.
Hoy llegaron los Reyes Magos y los niños de por acá se despertaron ansiosos por ver sus regalos. Pero mientras los examinan con comprensible desconfianza -es muy posible que sean hechos en China- los inocentes pequeños probablemente ignoren que en otras partes del mundo las cosas pueden ser bastantante diferentes.
Esta mañana, apenas me desperté y al igual que cada día, abrí las páginas de internet de algunos medios locales para enterarme a tiempo en caso de un ataque alienígena a nuestra ciudad y tomar los recaudos del caso, como desenchufar la heladera y dejarle comida a los gatos.
Esta mañana la ciudad quedó súbitamente sumergida bajo las aguas que varias cohortes de ángeles arrojaron alegremente desde los cielos. Ni qué decir que de inmediato todo adquirió una tonalidad grisácea y triste, muy a tono con la idiosincracia nacional.
La recompensa tras tantos sustos fue harta: llegar a Leh, la capital de Laddakh, recorrer sus calles polvorientas, 4.000 metros más cerca del cielo que al nivel del mar y dejar que los ojos se extraviasen entre tanto asombro fue como volver a ser niño y ensoñar con tierras de prodigios, algo más que suficiente. El encuentro, no choque sino diálogo, de tres culturas, la india, la del los tibetanos emigrados que conformaron el original reino de Laddakh, el "pequeño Tibet", hoy anexado a la India y la mía, con mis prejuicios, -no todos negativos, por cierto- me produjo una vez más el delicioso escalofrío del descubrimiento. Vovía a confirmar la frase del emperador Pompeyo a sus recelosos marinos, Navigare necesse est, vivere non est necesse.
Atravesábamos el Himalaya a toda prisa desde Manali hacia Leh, la capital de Laddakh. Era octubre y los caminos quedarían bloqueados por las nieves muy pronto. Al llegar a uno de los pasos de montaña, creo que éste en particular estaba a unos 5.000 metros de altitud, me encontré esta cabaña, la licorería local, en medio de la nada. Me llamó la atención porque los indios, si bien muchos de ellos beben alcohol, lo hacen a escondidas. Pero estoy seguro de que en este caso beber era necesario, para reponerse del susto de atravesar esas montañas infinitas a lo largo de despeñaderos de vértigo, tan horribles que yo, que recorrí tantas veces los Andes bolivianos por caminos impensables, alguna vez incluso instalado encima del cargamento de maderos de un camión, estaba sin aliento y por cierto que no era a causa de la falta de oxígeno.
Fue alrededor del fin de año de 1980, mientras visitaba Essaouira, la antigua Mogador, en la costa atlántica de Marruecos. Estaba sentado en un café haciendo precisamente lo que estoy haciendo ahora, tomando un té a la menta y mientras tanto, a través de la puerta de entrada, veía pasar a la gente del lugar caminando por el callejón. Parecía una película y registré toda una secuencia para montar en forma de mosaico que algún día imprimiré.