A lo largo de los años he visto como mi ciudad, Montevideo, se ha ido transformando de diversas maneras; ha ido tomando color, aunque haya sido a regañadientes, abandonando, confiemos que de una vez y para siempre, esa uniforme pátina gris que la cubría y empapaba de una melancolía muy característica. También fueron apareciendo, como hongos después de la lluvia, grandes imágenes con diversos motivos, de colores brillantes y algunas, incluso, con aires cosmopolitas. Esas imágenes, frecuentemente representando a artistas, personalidades de la política o prohombres o promujeres (sí, un neologismo, y qué?), comenzaron a acompañarnos en nuestro trajinar diario a lo largo de sus calles cada vez más agitadas, algunos de ellos esbozando amables sonrisas, como si fuesen entes protectores, porque toda sociedad tiene el derecho de crear su propio panteón de deidades y nosotros, laicos-ateos-agnósticos-incrédulos o lo que se quiera que seamos, con escasas excepciones, nunca vamos a aceptar ser menos que naides.