El Santo exhortaba a la pantalla que, asomada por encima de los bajos edificios de la zona brillaba engañosa para seducir a los que no estaban ya bajo el embrujo de otras hermanas en los teléfonos, televisores, cajeros automáticos y demás. Pero no había caso, la maligna ignoraba las sabias palabras del Santo, que aunque juiciosas y persuasivas, parecían sin embargo caer en oídos sordos. No había remedio.