martes, 16 de junio de 2015

Todos los fuegos, el fuego

En febrero de 1986, cuando retorné a casa tras varias semanas en el mar, me recibió la triste noticia de que el Sorocabana se había incendiado una noche y estaba parcialmente destruido. Poco tiempo después, empero y para alegría y respiro de sus fieles clientes, volvió a abrir sus puertas. Pero ya estaba herido de muerte; al daño provocado por las llamas, que después de todo no fue para tanto, se le añadió una amenaza aún más terrible. El dueño del local, vencido el contrato con la administración del café, exigió para renovarlo un alquiler muy superior al que podían pagar. La suerte del Soro estaba echada.