
Fue poco después del terrible atentado de Luxor, cuando casi sesenta personas, casi todos turistas suizos, habían sido asesinados por extremistas y todo viajero que no tuviese nada imperativo que hacer en el país lo había abandonado a las prisas. No había turistas. Para completar el panorama, corría el Ramadán y todo el mundo ayunaba durante el día -incluso yo- y estaba de mal humor.
Yo viajaba solo, Egipto es un país con costumbres muy distintas a las nuestras y no conseguía comunicarme muy bien con la gente, por lo que estaba comenzando a sentirme deprimido.
Durante una de mis recorridas llegué hasta el borde del mar y de pronto me sentí a gusto, había encontrado a un viejo amigo.
Recordé las palabras de Durrell en Justine sobre el mar en Alejandría: "En la gran calma de estas tardes de invierno hay un reloj: el mar".
Ya no me sentía solo.