El hombre repitió una vez más, como un mantra, que tenía la sensación de que alguien estaba a sus espaldas, vigilando cada uno de sus gestos, de sus movimientos. Pero los demás parroquianos, que lo conocían, se burlaron de él y le reiteraron la sugerencia de que no se pusiese paranoico, o iba a terminar como tantos otros, encerrado en "la quinta del reloj" de la calle Vilardebó.