Cada vez que nos juntamos a charlar en el café con mi amigo Felipe Polleri, el escritor, invariablemente este, ferviente cultor del humo sagrado del tabaco, se ve obligado a salir cada poco rato a realizar su ritual, haga el tiempo que haga. Es admirable su dedicación al mismo, en particular en esos días en que ni los alegres pingüinos que periódicamente visitan nuestras costas en invierno circulan por las calles, desiertas de todo, menos de las gélidas ráfagas del viento que llega del mar, como el del bolero, pero mucho, mucho más frio.