lunes, 16 de noviembre de 2009

Encuentros

Acababa de llegar a la legendaria Lhasa, la capital del Tíbet y tras arrojar la bolsa marinera con mi equipaje en el hotel, salí disparado hacia el Potala, en enorme y bello edificio, hoy vacío, que fuera el palacio de los Dalai Lamas. Allí me encontré con una bandada de operarios que llevaban a cabo tareas de restauración en su exterior. Las autoridades chinas habían dado un golpe de timón en su política relacionada con las religiones y, tal como lo había presenciado ya en otras ciudades, los templos budistas y taoístas estaban siendo reparados, en muchos casos, de los daños que le habían causado los excesos de la revolución cultural. Frente al muro perimetral del palacio, un peregrino tibetano, venido quién sabe de qué remoto paraje, se había parado a observar, sin dejar de hacer girar constanstemente su rueda de oración, a una excavadora que bien podría, con un mínimo de imaginación, ser vista como una suerte de monstruo perteneciente a un futuro incierto y amenazador, operada por un trabajador chino. A pocos pasos y espiándolos desde el visor de mi vieja leica con la que había registrado tantos otros mundos diferentes, también formando parte de ese triple encuentro de culturas, yo los observaba fascinado.